El otro día, para escapar del ruido mediático en el que estamos inmersos, me fui a la cortijada abandonada de La Cerecera para ordenar mis ideas sobre la prima de riesgo y la deuda soberana.
Las eras de las aldeas deshabitadas son lugares muy saludables porque siempre están en sitios ventilados, donde antiguamente se aventaba el grano y hoy puedes poner a orear el cerebro. Echar un buen rato en una de estas eras solitarias provoca una fusión agridulce de sensaciones. Como su emplazamiento es por necesidad abierto, siempre tienes risueñas vistas hacia las montañas circundantes. Pero su vecindad inmediata es la de las ruinas de las casas despobladas. Así que tu mente se encuentra ante el reto de gestionar sentimientos encontrados: belleza, plenitud e intemporalidad frente a melancolía, decadencia y fugacidad del tiempo. No sé qué harán otras mentes en esas situaciones de flagrante dualidad, pero la mía suele resolver el atasco ordenándome atacar la tortilla de patatas que me llama desde la mochila.
Después de la comida, la siesta española -aquí denominada mocholá- y el té inglés, uno ya puede mirar el mundo desde un nivel más elevado de conciencia, y es entonces cuando se te revelan las verdades que has venido a buscar. Sobre la prima de riesgo, por ejemplo, vi claro que la situación de los antiguos habitantes de La Cerecera no era envidiable, porque su prosperidad dependía de cómo viniese el tiempo cada año, de lo que Dios quisiera, con lo que el diferencial de su riesgo de pasar gusa era francamente elevado en relación a los habitantes de la ciudad. Ahora casi no dependemos de contingencias meteorológicas, pero estamos sometidos a la variación en el diferencial entre el bono español y el alemán, asunto que también afecta a nuestra subsistencia y sobre el que tenemos el mismo control que los cereceros tenían sobre las heladas y las tormentas a destiempo. Así que no digo yo que no hayamos progresado, pero no tanto como creemos: seguimos dependiendo de poderes opacos y caprichosos. Los cereceros, al menos, tenían sus propios recursos y habilidades para resistir cuando las cosas pintaban realmente mal, no como ahora, que no nos queda más que votar (cosa que también es digna de ser apreciada, la verdad; en su momento, algunos nos vimos entre rejas para poder llegar a hacerlo).
En cuanto al espinoso tema de la deuda soberana, en la era de La Cerecera llegué a dos conclusiones. La primera, que la que es soberana es la deuda de respeto que tenemos contraída con todas las generaciones de cereceros y cereceras que en el mundo han sido, porque sin su trabajo de siglos a base de pico, pala y hazada, hoy, en vez de disfrutar de un precario estado del bienestar, estaríamos directamente comiéndonos los mocos. Y la segunda, que los cereceros y las cereceras no tenían deuda alguna con el entorno del que formaban parte, mientras que ahora la huella ecológica de cada españolito es de 6,4 hectáreas, es decir, que necesitamos la superficie de tres Españas para producir los alimentos y materiales que consumimos, para absorber la cochambre que generamos y para proporcionar espacio a las infraestructuras de todo tipo que construimos. Otra deuda verdaderamente soberana que impepinablemente se paga.
O sea que, como diría un serrano, “hemos pasao de lo enjuto a lo regao”. Así que entre todos habrá que buscar un término medio, de manera que no gastemos lo que no tenemos, y menos por adelantado. Y, sobre todo, que no dependamos de los rayos y granizos que nos sueltan Los Mercados, siempre ansiosos, siempre inclementes.
Dejé La Cerecera con los últimos rayos del sol pintando de sepia los paredones de Peña Rubia y esmaltando con sus últimos brillos el ocre otoñal de los robles del camino. Al poco empezó a hacerse oír el cárabo. En momentos así, la deuda, la prima de riesgo y hasta lo que pueda pasar dentro de un rato, te importa un rábano. Es lo que tiene la montaña.
Fotos: aldea de La Cerecera
Javier Broncano Casares