domingo, 25 de marzo de 2012

Las Espumaredas, un museo vivo del tiempo



























Hace ya tanto tiempo que algunas aldeas de la Sierra de Segura quedaron abandonadas que cuando uno curiosea entre sus ruinas siente el vértigo de caer en el abismo del pasado. Hace unos días bajé desde Pontón Alto hasta Las Espumaredas y Las Huelgas, ambas despobladas y enclavadas en la zona más agreste y solitaria de la Sierra. En Las Espumaredas de Abajo apenas nada queda en pie, de manera que las piedras que un día fueran meticulosa y trabajosamente colocadas hoy se esparcen por el terreno y se dejan absorber por un paisaje del que nunca se separaron del todo. Lo vertical, que se fue elevando con la savia del ansia de vida de muchas generaciones, ha vuelto al reino de lo horizontal, el del pasado, el del suelo, el de la muerte.

Te mueves entre los escombros como vulnerando la intimidad de las personas que hoy –si aún vivieran- se taparían los ojos para evitar lo doloroso de su vista. Y aparecen restos de los objetos cotidianos. Atención: cada uno de ellos fue imprescindible y tuvo una función muy precisa. Costó mucho esfuerzo hacerlo a mano, por no hablar de su precio si no hubo más remedio que comprarlo. Cada utensilio era simple y robusto. Se reparaba. Duraba. Y se lo tenía en consideración como algo casi insustituible.

Por eso, y porque no había petróleo, ni electricidad, ni asfalto, aquella era otra civilización. Tan rápidos y profundos han sido los cambios desde entonces, tan largo es el tiempo cultural que media entre nuestros abuelos y nosotros –mucho más que el que muestra el calendario- que hoy, cuando escudriñamos entre las ruinas, uno puede imaginar la sensación de excitación que pueden sentir los arqueólogos en su viaje al pasado, cuando se sumergen en él y lo palpan a través de los objetos.

Para mí es más viva y más punzante la vivencia del paso del tiempo recorriendo una de estas aldeas abandonadas que visitando los pulcros restos de unas ruinas monumentales, o  mirando piezas milenarias en las vitrinas de un museo, o viendo ingeniosas recreaciones históricas multimedia en un espacio interpretativo.

Porque entre las tejas rotas de Las Espumaredas de Abajo contemplas en su descarnado contexto en qué ha quedado aquel barreño en el que tal vez una mujer bañó a sus hijos; la cerradura que un día abrió por primera vez la puerta de una casa recién levantada; el gancho del que colgaron las escasas viandas; y hasta ese pequeño detalle decorativo de madera que adornó un dintel y que, posiblemente, fuera mirado en su día con especial satisfacción por ser uno de los escasísimos objetos no estrictamente utilitarios que se pudo permitir una familia.

Hoy el hierro está oxidado y la madera picada. No ha habido piedad para ellos. No han sido reivindicados, ni “puestos en valor”, ni siquiera apenas recordados. Son tiempo en estado puro. Como lo es el pletórico optimismo con el que la naturaleza, en Las Espumaredas de Abajo, recupera el terreno perdido. “Zona de Reserva”, reza una placa que se alza ufana en medio de la desolación.












































































Fotos: aldea de Las Espumaredas (Santiago-Pontones)
Javier Broncano Casares

miércoles, 21 de marzo de 2012

Primavera blanca


























De la primavera siempre se espera mucho. Que empuje las savias, que perfume los campos, que temple las brisas, que pueble los nidos. Y ella, que se sabe tan deseada, por nada del mundo quiere defraudar. Este año sabía que lo que todas las criaturas estábamos deseando era lo que un invierno indolente ha dejado de traernos: el agua, la nieve y hasta el frío.

Por eso, esta vez, ha llegado vestida de blanco. Para satisfacer las cuentas pendientes. Para poner las cosas en su sitio. Para hacer que los suelos puedan cumplir su sueño de ser los cimientos del edificio de la vida que cada año por estas fechas se renueva.

Gracias, primavera blanca, porque has sabido despojarte de todo aquello de lo que merecidamente presumes para darnos lo que de verdad necesitamos. Es tu manera de seguir siendo fiel a ti misma, es decir, de ser la más creadora y la más creativa de las estaciones del año.

Foto: aldea de La Hueta - Javier Broncano
 

viernes, 16 de marzo de 2012

Cartografía antigua de las Sierras de Segura, Cazorla y Las Villas

























Un mapa antiguo es como el viejo retrato, ya amarillo, de un territorio. Sumergirse en él es volver a otro tiempo, pero también es descubrir posibilidades para el presente. Por ejemplo, se puede averiguar dónde, bajo el matorral, puede permanecer lo que queda de un viejo camino. Recorriendo estos mapas descubrimos cortijadas que ya sólo existen en el recuerdo de los más viejos, veneros que dejaron de manar, cañadas que se perdieron para el tránsito ancestral de los ganados, topónimos que ya dejaron de usarse… Incluso emergen ante nuestra vista las tierras que tantas décadas llevan ya bajo las aguas de los embalses, como muestra la imagen de arriba.

La Junta de Andalucía publicó hace cinco años una joya cartográfica que es el mapa 1:50.000 de Andalucía realizado por el Estado Mayor del Ejército de Alemania entre 1940 y 1944. Es una serie que fue localizada entre la Biblioteca del Congreso Washington, la Biblioteca Británica y los fondos de la Real Sociedad Geográfica de Londres y que se basan en cartografía previamente existente.

He seleccionado las hojas que contienen los territorios que hoy están comprendidos en el Parque Natural Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas (y su llamada "zona de influencia socioeconómica") y las he reunido en una pequeña web exclusiva para ello. Creo que será más cómodo para los amantes de estas Sierras que quieran estudiar estos mapas o simplemente curiosear en ellos. A la colección de hojas he añadido una pequeña cuadrícula-guía con la posición relativa de cada una de ellas para facilitar la búsqueda. Para quienes nunca han visto este tipo de mapas, hay que advertir que el nombre de cada hoja es el de la localidad más poblada de la misma, es decir, que no se corresponde con un único término municipal.

El enlace a la web con los mapas quedará desde ahora en la columna derecha del blog. Espero que os resulte útil y que, después de recorrer los mapas con la mirada, os animéis también a hacerlo con las piernas y conocer esos lugares que hayan llamado vuestra atención. ¡Seguro que es mucho más gratificante!



lunes, 12 de marzo de 2012

Marzo en la Sierra de Segura





































Águila culebrera
Dibujo de Juan Manuel Valero Rdríguez 

En las aguas limpias de la cabecera de los ríos nacen los diminutos y transparentes alevines de la trucha, cuya única defensa ante sus enemigos es ocultarse sin tardanza entre las piedras del fondo. En arroyos, fuentes y tornajos nacen las larvas del escaso tritón ibérico y de la salamandra, conocida como tiro en la comarca, e inofensiva a pesar de la injusta etiqueta que la tradición le ha colgado. La ranita meridional nos sorprende exhibiendo el intenso verde de su cuerpo, y otras especies de ranas y sapos depositan en el agua sus interminables cintas de huevos, mientras las lagartijas  despiertan y se dejan  ver entre las rocas.

En la segunda mitad del mes, la Sierra es ya una sala de conciertos. El sonido nos rodea por todas partes, y aunque los músicos van por libre, hay armonía. No hay director, pero sí argumento: la reproducción. Se oye en los pinares el canto continuo de pinzones, herrerillos, mitos y carboneros, el del petirrojo en sotos y frutaledas, y el de la tarabilla, solitaria y muy visible en lo alto de sus posaderos. Se luce la perdiz con sus parpadeos, castañeteos y cuchicheos. 

Llegan las primeras oleadas de aves estivales. Por ejemplo, la abubilla, cuya cabeza parece tener cresta cuando levanta sus plumas eréctiles. O el cuco, capaz de dar el cambiazo para que la hembra de otra especie le haga el trabajo de incubar sus huevos sin despertar la más mínima  sospecha. Y por supuesto, el avión común, que hará enseguida sus nidos esféricos bajo aleros y cornisas, a base de pegotitos de barro ensalivado, y nos acompañará ruidosamente durante varios meses. Poco después vendrá la golondrina, cuyo vuelo de flecha es el más popular anuncio de que ya está aquí la primavera. Vuelve desde África el autillo, que en las afueras de pueblos y aldeas es tan fácil de escuchar  como difícil de ver, por el asombroso mimetismo entre su plumaje y la corteza de los árboles donde se posa. Cruza también el continente una de nuestras  más señeras rapaces: el águila culebrera, que nos informa de su llegada con las suaves exclamaciones de sus cortejos aéreos sobre los roquedos, y busca cada año las mismas laderas donde construye su nido en la copa de un pino o de una encina.

Erizos y tejones abandonan su tranquilo sueño invernal, y algunas especies murciélagos vuelven a revolotear alrededor de las farolas tras dejar las cuevas y desvanes en los que han hibernado. A finales de mes, el águila real puede estar incubando su puesta, y tal vez defendiéndola de los embates del agua y el viento, pues no olvidemos que, aunque la primavera ya nos acaricia, el clima de la montañas segureñas es en esta época bastante caprichoso, por lo que incluso la nieve es en marzo más que posible.

Javier Broncano y Joaquín Gómez 


viernes, 2 de marzo de 2012

Saboreando los paisajes sonoros


























“¿Acaso el silencio nos tranquiliza?”  Ese es el título del concierto que Daniel Broncano y Johannes Mnich ofrecerán el domingo 4 de marzo en los Teatros del Canal de Madrid. La primera palabra de la frase deja claro el afán retador de la misma. Daniel, a quien conozco literalmente desde el mismísimo momento en que nació, sabe cuál sería mi respuesta, y acaso por eso haga la pregunta, propensos como son casi todos los jóvenes a hacer el contra-guión con respecto a sus padres, aunque sea de manera inconsciente.

Mi respuesta a la pregunta de Dani y Johannes es “sí, claro”. Bueno, “sí, aunque…” Porque el silencio impuesto a un preso mediante técnicas de aislamiento sensorial no debe ser muy tranquilizador. Ni el silencio de la soledad no deseada. Pero sí otros muchos, entre los que destaca el que puede conseguirse mediante la meditación. Y luego está el silencio de la naturaleza. Que a veces –pocas- es un silencio absoluto, pero que casi siempre es un silencio sonoro. Es el silencio del que algunos gozamos con enorme placer. Y, aunque sonoro, es silencio porque contrasta con el ruidoso ambiente de nuestra civilización. Obviamente, me refiero a los sonidos naturales buscados y disfrutados como goce, lo que excluye el sonido de tsunamis, terremotos grado siete, incendios forestales, riadas, tifones, truenos bíblicos, relinchos de caballo inmediatamente antes de arrearnos una coz o incluso conciertos chicharreros de verano.

Hechas estas puntualizaciones, ¡qué gratificante resulta observar de vez en cuándo el paisaje con el oído en vez de con la vista! Te sientas en una piedra o en un viejo tronco, cierras los ojos, mantienes la columna derecha, respiras conscientemente, te relajas un poco y…¡a escuchar!

Escuchas la brisa o el viento, que suenan distinto en tu cara, en el árbol cercano o en el bosque que te circunda. Escuchas cosas que no puedes ver o en las que no te fijas. Escuchas el agua, que tiene partituras muy diferentes en la fuente, en el manantial, en el torrente o en el remanso. Escuchas al cárabo, al carbonero y a la culebrera, que tienen idiomas tan dispares… o al abejorro, o al moscón… o a la ardilla desgranando su piña o a la cabra montés dando unos pasos furtivos… Escuchas también a los perros y a las ovejas. Y a veces ¿por qué no?, a los humanos: sus voces y sus máquinas. Porque saber aceptar lo que te encuentras sin juzgarlo es habilidad imprescindible para el gourmet de la contemplación. Y, al fin y al cabo, también las personas formamos parte de la orquesta.

Y luego están esos momentos que no esperabas. La bellota que, precisamente ahora, cae a tu lado. La piedra que rueda por la ladera. El trueno en algún lugar remoto. La primera gota de un chaparrón. El grito fugaz de un carnívoro entrando en acción.  En fin, sonidos que jamás oirías si no estuvieras simultáneamente relajado y alerta.

Es probable que los humanos ya no necesitemos el oído para sobrevivir en el medio natural. Pero podemos recuperar algo de esa ancestral capacidad por puro disfrute. Y aún más: para reconectarnos con la naturaleza de la que seguimos formando parte. Es algo que necesitamos, como bien saben las discográficas que editan un sinfín de discos para traernos al salón el sonido de las olas, las cascadas y los pajarillos del campo o de la selva. O los que diseñan instalaciones sonoras que recrean ambientes naturales. Por ejemplo, la que hay en los maravillosos jardines londinenses de Kew Gardens. En medio de un grupo de sequoias gigantes puedes oír los animales del bosque y hasta tus propios pasos amplificados por altavoces camuflados, en lo que resulta un intento ingenioso pero algo deprimente de hacerte sentir como si estuvieras allí.

Si se puede, conviene estar allí  de verdad. Todos los días, muchos días o algunos días. Porque la legendaria soledad sonora de la naturaleza es, acaso, el más tranquilizador elixir para la especie más estruendosa de este planeta. Tan ruidosa es que, hasta cuando está callada, le cuesta librarse de la pegajosa bulla interior que refleja la barahúnda externa que ha creado.

Escuchemos los sonidos del silencio. ¿Cabe mejor entrenamiento para aprender a escuchar a las personas?

PD.- No hubiera hecho todas estas disquisiciones si no fuera por el mosqueo que tengo, ya que el domingo 4 de marzo tengo la obligación de estar en Orcera, y no en Madrid, que es donde quisiera estar para escuchar las piezas de música contemporánea con las que amenaza Broncano&Mnich Duo.  

Foto: 
Campos de Hernán Perea en Santiago-Pontones. 
Javier Broncano Casares