Estas flores no son
endemismos, ni siquiera especies autóctonas. No son frescas, ni tersas, ni
tienen el tacto primario y amistoso de las cosas vivas. No sorprenden con su
eclosión en primavera ni son la querencia favorita de insecto alguno. Están ahí
siempre, rígidas, teñidas de colores impostados y rodeadas de hierbas
descuidadas.
Pero,
para quien ama a esta Sierra, puede que
no haya flores más bellas. Son las flores de la memoria, las que dan
testimonio, no solo de las historias de quienes descansan bajo ellas, sino del
paso por la historia de un modo de vida que, para bien y para mal, se marchó
para siempre.
En el
pequeño cementerio de la aldea de Los Anchos no hay nichos, ni lápidas. A los
cuerpos que allí reposan se les dio tierra, sin más. La misma que un día
labraron. Y ¡qué tierra! La más bella que se pueda imaginar, porque el
minúsculo cementerio de Los Anchos forma parte de un maravilloso valle en plena
montaña donde nada falta: las praderías, los manzanos y los hortales; las
choperas derechas y amarillas; los bosques que te llenan de verde la mirada
bajo las grises y cobrizas cresterías rocosas. Y la aldea. Blanca, familiar y con chimeneas que aún humean.
Los
muros del cementerio de Los Anchos son inusualmente bajos. En realidad, apenas nada
separan, casi como en esos camposantos norteños tan integrados en su entorno y
en la vida diaria de los vecinos que no están rodeados por ninguna valla, sino
abiertos de par en par al paisaje y a la cotidianeidad de los vivos. En el
cementerio de Los Anchos se diría que, por pudor, se ha querido cumplir con esa
vieja tradición nuestra de poner coto al espacio reservado a los muertos, pero
que en el fondo se quería que las montañas, los vientos y las sutiles luces
oblicuas con las que el día nace y se despide, estuvieran siempre presentes en su
recinto. Y también, que no hubiera impedimento alguno para que la mirada
absorta de los vivos –si alguno pasara por allí- pudiera siempre recordar a los
que durante siglos crearon un paisaje tan conmovedor.
En el
valle de Los Anchos hay fósiles de especies desaparecidas de caracolas marinas,
y quién sabe si algún día se superpondrán a ellos los de nuestra propia especie,
extinguida también sólo un suspiro después que los ammonites en las escalas
geológica y cósmica del tiempo. En Los Anchos dejará de haber manzanos, tumbas y hasta montañas. Pero para los ojos de los vivos no hay otro
tiempo que el presente, y para los que hoy lo estamos es un privilegio recibir
el mensaje de amor a la vida y a la Madre Tierra que las flores de plástico del
cementerio de Los Anchos se obstinan en transmitirnos.
Fotos: Los Anchos, Sierra de Segura, 17 de noviembre de 2012. Javier Broncano Casares.
Una preciosa reflexión, magistralmente expresada, que me gustará releer de tanto en tanto.
ResponderEliminarGracias por compartirla.
Me alegro de te haya gustado y también me alegro de pertenecer a la misma "cofradía" que tú, la de los frikis del paisaje.
EliminarBuenísimo!!!
ResponderEliminarGracias, José Antonio!
EliminarMuy bueno el relato, Javier. Supongo que el cementerio ahora estará en desuso, no sé...
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