La
otoñada enfila hacia el invierno y las horas de luz se acortan al máximo.
Tiempo de nevazos, de aires fríos y transparentes, de días grises, pero muy
brillantes cuando son soleados, de ocasos con mil colores, de chimeneas
esparciendo por las calles el aroma de
la leña quemada y de mañanas en que la niebla avanza a lo largo del valle del Guadalquivir y del
Tranco: buen momento para subir a un morro y contemplar desde arriba, a pleno
sol, el espectáculo de un mar de nubes cubriendo los olivares ya a punto para
la cosecha.
Los caquis sin hojas, como un árbol de Navidad cargado de regalos, nos ofrecen sus frutos deliciosos que manchan de puntos anaranjados las tierras ahora pardas y adormecidas de los hortales. La vida vegetal está casi paralizada: las savias dormidas, las yemas endurecidas y las semillas en fase de latencia. En el mundo animal también hay parón, y algunas especies hibernan, economizando energía a tope. El metabolismo se vuelve lento, los ritmos cardíaco y respiratorio se ralentizan al máximo y pasan el tiempo durmiendo, lo que les permite pasar varios meses sin probar la comida. Es el caso del erizo, el lirón careto y los murciélagos.
Pero
aunque la Naturaleza atempere sus ritmos, hay más movimiento de lo que parece.
Por ejemplo, nuestra querida trucha común está en plena freza. Marcha aguas
arriba en busca de esas pozas de aguas transparentes y poco impetuosas donde la
corriente se remansa y descansa de su turbulenta carrera. Allí, en los fondos
arenosos cubiertos de cantos rodados y guijarros brillantes, la hembra hace de
noche una cavidad ancha y baja donde deposita miles de huevecillos, que serán
después fertilizados por el macho.
Las más agrestes profundidades del bosque son escenario en las
noches de diciembre de uno de los ritos nupciales que más impresionan: el del
búho real, una de nuestras rapaces de reproducción más madrugadora. Durante
horas, el macho se posa en sus cantaderos y hace sonar por barrancos y roquedos
su llamada, tan profunda y poderosa que se oye en varios kilómetros a la
redonda. La hembra le contesta en un tono algo más agudo y comienza una larga
conversación de reclamo entre los amantes que continuará con persecuciones y
piruetas en el aire, y finalizará con la danza del macho alrededor de su pareja
que precede a la cópula.
El frío tampoco es problema para el buitre leonado, que inicia
en diciembre las paradas nupciales desde sus altos cantiles desafiando al
hielo, a la nieve y a la ventisca. Cuando la mañana está soleada, la pareja remonta su pesado vuelo y
planea a gran altitud, muy juntos y en perfecta sincronía. La hembra inicia un
picado que será imitado al milímetro por el macho y luego vendrán una serie de
asombrosas acrobacias que parecen templar el gélido aire de la alta montaña.
Hubo tiempos en que diciembre era testigo de acontecimientos
naturales que hoy parece increíble que sucedieran en la Sierra de Segura: el
oso se aletargaba, el corzo perdía los cuernos, el lince maullaba para atraer a
la hembra, el buitre negro exhibía su vuelo nupcial y el aullido del lobo añadía más hielo a la noche. Hoy ninguno está
con nosotros. ¿Nos resignamos a rebajar los antiguos esplendores a la categoría
de mitos?
Foto: Javier Broncano Casares
Foto: Javier Broncano Casares
Una verdadera suerte poder, a través del relato, imaginar ese mundo de llamadas, sonidos y fiesta de los sentidos que estos singulares personajes vivos de la sierra, transmiten en invierno y, que tú pareces oir en todo su esplendor. Estupenda narración de la Vida!!
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